A diez años de las autodefensas en Michoacán. Los que fueron encarcelados junto a Mireles

En portada: Grupos de autodefensas durante patrullaje al occidente de Michoacán. 2014. Foto: Simón Sedillo / Agencia Subversiones

Por Rogelio Josue Ramos Torres** 

 “Porque días llegarán en que la sangre de los sacrificados inundará la conciencia del tiempo”.

Ramón Martínez Ocaranza 

En aquel junio de 2014, cuando lo apresaron, Marco tenía 22 años, nació en Otlán, Jalisco, pero desde los 5 vivía con su madre en Coalcomán, Michoacán. Las cosas con la inseguridad habían comenzado a complicarse años antes, pero en 2013 de plano se fue todo al carajo, al menos para él y para su familia. Ya antes habían matado a su tío José, pero la larga zarpa templaria les habría de caer todavía con más brutalidad encima el 2 de diciembre de ese mismo año. Sucedió cuando su hermano, de 18 años, y su tía, de 25, viajaban juntos con rumbo a Colima. Un grupo de hombres armados los interceptó cuando pasaban por una ranchería. A ella la bajaron primero del carro, a jalones, ante los gritos impotentes del muchacho. Ahí mismo le arrancaron la ropa, la violaron entre tres y la golpearon hasta que cayó inconsciente. Luego, uno de los sicarios se acercó al joven y sin más lo mató de un disparo, le clavaron un cuchillo con una cartulina en un costado y arrojaron su cuerpo inerte sobre la muchacha. “Eso les pasa por soplones”, escribieron. 

Sobre la familia pesaban varias amenazas, todas sin fundamento, pretextos que los templarios buscaron para condenarlos por el hecho de haberse negado a pagar las cuotas exigidas. Los criminales la emprendieron entonces contra un primo de Marco que recién había regresado de los Estados Unidos. También se negó. No tardaron en perpetrar la represalia, y fue despiadada, demencial. Al primo lo levantaron. Cuando la familia de Marco encontró su cuerpo, este no tenía los testículos, tampoco el ojo derecho, ni la lengua, ni una oreja, ni ninguno de los dedos de las manos. El torso estaba marcado por diversos cortes de arma punzocortante y siete heridas de bala. Tenía, además, varias partes carbonizadas. 

Jorge rondaba los 19 años cuando le pusieron las esposas y lo llevaron a empujones a una camioneta de la policía en ese verano de 2014. Nació en Chucutitán, un rancho como a unos 30 kilómetros del puerto de Lázaro Cárdenas. Era albañil y le tocó vivir en carne propia el acoso templario. Una tarde vio cómo la gente que mandaba “El Bigote” le ponía a su abuelo una pistola en la sien, obligándolo a arrodillarse. Querían que les entregara una camioneta que había comprado recientemente. Era el año 2010, y, gracias a la intervención de un conocido pudo negociar el asunto. Los delincuentes, sin embargo, compensaron lo perdido con lo que pudieron sacarle a un tío de Jorge, que vendía muebles en La Mira y a quien obligaron a pagar una cuota bajo la amenaza de matarlo a él y a sus hijos. Más tarde le pidieron un millón de pesos, que el señor se negó a pagar. Estaba consciente de lo que eso implicaba, y se preparó para las consecuencias. El día que llegaron por él los recibió a balazos, pero traían más armas y no pudo con todos, ahí lo mataron. Le dieron un tiro de gracia en la frente y aventaron su cadáver en una laguna cerca de Playa Azul. Apareció flotando cuatro días después. 

Ricardo tenía 26 años cuando le cayeron encima los federales en aquel sexto mes de 2014. Entonces vivía en Caleta de Campos, trabajaba como campesino. Un día, un grupo de hombres armados liderados por “El Chabelo”, el jefe templario del pueblo, se presentó en la casa donde vivía junto a sus padres y otros hermanos. El delincuente les dijo que una hermana de ellos, emigrada desde hace algunos años a Estados Unidos, le debía 15 mil dólares. Le respondieron que, si aquello era cierto, ellos no podían pagarlo. Días después levantaron a uno de sus hermanos en el tramo Caleta-Chuquiapan. Luego de algunos días de buscarlo, un campesino de una localidad cercana les dijo haber visto que en una brecha torturaron a alguien. Fue un 23 de marzo cuando junto a cuatro policías federales encontraron su cuerpo, estaba quemado y parcialmente enterrado. Lo reconocieron gracias a lo que quedó de una credencial para votar. Después sabrían que tenía también decenas de huesos rotos. 

El arresto fue una puñalada a traición para quienes, con todo y sus contraluces, se habían encargado de hacer lo que el gobierno no hacía, proveer seguridad y defender a la población frente al embate criminal. A Mireles, según se dijo, lo había convocado la gente de La Mira y de Acalpican para que les ayudara a constituir su consejo de autodefensa. De ahí se lanzarían sobre el puerto de Lázaro Cárdenas y, si todo salía bien, enderezarían después baterías rumbo a la capital. Fue el propio Mireles quien invitó a ese mismo acto a los grupos de autodefensa de los pueblos vecinos. Algunos aceptaron con recelo, el mes anterior, una patrulla militar había intentado llevarse a los pobladores de Caleta de Campos que hacían guardia en su barricada. La población salió a defenderlos y frustró el intento. Pero en La Mira las cosas iban a ser distintas. 

Dicen que eran como 600 entre militares, federales, marinos y ministeriales los que rodearon aquella tarde el pueblo. Dicen que fue el sobrevuelo de un helicóptero merodeando a pocos metros del suelo el primer mal augurio. Dicen que, habiendo caído el doctor, sonaron balazos y hubo persecuciones en algunos barrios y en los alrededores de la localidad. Dicen que no fue la falta de valor sino la confusión lo que neutralizó la reacción de los cientos de jóvenes y hombres ahí presentes convocados por la carismática figura de Mireles. Lo que, en todo caso, a los 82 hombres detenidos ese día no se les olvida, es el calor inclemente de la costa haciendo hervir el fierro de las cajas de las camionetas a donde fueron arrojados, con las manos atadas, con la cara pegada a la lámina, unos sobre otros, como pacas apretujándose en montones. Ahí, expuestos deliberadamente a padecer un sol lacerante, quedaron muchachos y hombres adultos con el cuerpo machacado a patadas y cachazos, con los músculos punzantes, con huesos rotos, con pómulos tumefactos. Ahí quedaron las heridas aun abiertas a merced de la sal que brotaba de la piel, ahí, la ropa del compañero de estiba secó los hilos de sangre. Ahí, empezó la tortura, ahí, el castigo estatal comenzó a destilar, lenta y contundentemente, sus efectos. 

Foto: Juan José Estrada Serafín / Agencia Subversiones.

Luego de un par de horas los vehículos se pusieron en movimiento. La primera parada fue en el Ministerio Público de Lázaro Cárdenas. Los que antes habían podido esconder entre los calzoncillos el dinero que traían, lo perdieron en ese lugar a manos de policías y funcionarios sátrapas que se los arrebataron sin dejar, claramente, constancia de su existencia en documento alguno. Para varios de los detenidos, como Martín, proveniente de La Coralilla, aquel fue un golpe duro, ese mismo día había vendido su cosecha de mango y los ministeriales le robaron los 30 mil pesos del pago que llevaba en los bolsillos de su pantalón. Los obligaron a hacer una fila. Quienes aún conservaban su teléfono celular ahí lo perdieron también. Los tuvieron parados por horas, les tomaron los datos, y con la noche ya entrada los volvieron a subir a las camionetas, que partieron de inmediato, siempre esposados, siempre vigilados por un fuerte operativo. Por si no bastara con la inquina policial, una lluvia nutrida los acompañó buena parte del camino, como machacándoles su mala estrella. Varios tendrían complicaciones de salud los días siguientes. Se dirigían a Morelia. 

Llegaron de madrugada. En la Procuraduría había algunos reporteros, esperaban a Mireles, pero entre los detenidos nadie sabía de él ni de sus escoltas. Para la mayoría, aquella tarde fue la última vez en verlo. Los metieron al edificio, esta vez los separaron en pequeñas celdas. Comenzaban la rendición de declaraciones. La naturaleza carroñera de los coyotes de la Procuraduría se puso entonces en acto, funcionarios de grados menores, sin identificación, comenzaron a rondar a los detenidos que aguardaban su turno, “¡ey tú!, 50 mil pesos para que te toque arma corta”. A la mirada extrañada de los interpelados, el oferente alargaba un poco la explicación: “es que si te toca arma larga no alcanzas fianza. Por eso, con 50 mil lo arreglas, pero me tienes que dar ahorita la mitad. Si me dices que sí, ahorita pido para que te dejen hacer una llamada, pero tiene que ser ya.” 

Al momento de declarar quedaba todo más claro: las acusaciones que el gobierno les imputaba incluían los delitos de portación de armas y explosivos de uso exclusivo del ejército. El parte policial hablaba del hallazgo de armas largas e, incluso, drogas en los vehículos decomisados, un burdo montaje plagado de infundios, orquestado desde las oficinas del funesto Comisionado para la pacificación de Michoacán, Alfredo Castillo Cervantes. 

Tras cumplir con los trámites de rigor, quedó formalmente inaugurada la sujeción de los detenidos al patíbulo carcelario. El sábado 28 de junio, los 82 procesados se estrenarían como reclusos de prisiones que, como las de todo el país, son mitad pocilga y mitad matadero. Se encargaba, de esta forma, a los barrotes la tarea que los criminales habían dejado inconclusa, la de doblegar de una vez por todas a quienes se habían erigido en obstáculo para el control hegemónico de los territorios. A la dureza de la reclusión se sumaba el hecho indignante de que ahí, en ese encierro, los que hasta horas antes habían realizado actividades como autodefensas, coincidían ahora, en los Centros de Readaptación Social, con miembros de los grupos criminales, también presos, que ellos mismos se habían dedicado a perseguir semanas y meses atrás. 

Autodefensas y templarios volvían a verse las caras, esta vez como alfiles sobre el tablero de un sistema que mueve a su antojo las piezas, en el que las rejas de la prisión, como escribió Revueltas, recrean también las de la vida, las de la existencia. 

Foto: Simón Sedillo / Agencia Subversiones

Sin embargo, a pesar de todo, en aquellas primeras semanas luego del encarcelamiento, los bríos del carácter calentano y serrano no dejaban de mantenerse a flote. Muchos de quienes estaban ahora presos habían comenzado a cazar por su cuenta templarios, aun antes de que Mora y Mireles se levantaran en armas. Ya como parte de los grupos de autodefensa, su valor tampoco se había echado en falta. Eso no cambió durante los primeros meses de prisión, cuando aún se escuchaban entre los detenidos relatos y anécdotas imbuidos de tonos heroicos y grandilocuentes. “¿Te acuerdas aquella vez que te paraste en medio de la carretera tu solo y de siete balazos hiciste correr a tres camionetas?”, “... desde que estoy con las autodefensas me han tocado doce encuentros contra sicarios. Para eso se enlista uno oiga, para eso ofrece la vida, para limpiar nuestra tierra” (Javier y Martín, 27 y 48 años). 

Quizá porque abrigaban esperanzas de salir pronto, quizá porque no creían, como decían algunos, que “ahora resulta que es delito defenderse”, o quizá porque, según dice el antropólogo Salvador Maldonado (2012), los individuos en la Costa y la Tierra Caliente se construyen en oposición permanente frente al Estado, pero, en aquellos primeros meses de prisión, muchos declaraban orgullosos su filiación como autodefensas. 

“Nunca dejaré de ser autodefensa hasta que cambien las cosas y tengamos nuevas formas de gobierno y se respete al pueblo. Estoy consciente de que tengo en riesgo mi vida, pero no me asusta, la justicia vale mucho más y por ella seguiremos luchando. Soy autodefensa y siempre lo seré” (José, 31 años) 

“Yo por mi parte le digo que no descansaré hasta que capturemos al asesino de mi hermano, que aún anda libre, por eso y todo lo que ha pasado soy autodefensa” (Alfredo, 28 años). 

“Me integré al movimiento de las autodefensas con total compromiso y firme decisión de hacer justicia y alcanzarla también para mi familia. Cuando me enteré del movimiento me trasladé de Colima capital para organizar y hacer conciencia en la gente. Veo que nuestro país sigue en picada y lo tenemos que levantar pueblo a pueblo, por el bien de nuestros hijos. Por eso soy autodefensa, porque debemos de imponer un nuevo orden y nuevas esperanzas a favor de nuestros hijos y los de México entero” (Martín, 48 años). 

“Todos hemos sido víctimas de extorsión, teníamos que pagarles a los templarios si vendíamos un puerco, un chivo, una vaquita. Así es que cuando nos dimos cuenta que en Tepalcatepec se habían levantado en armas, nosotros en Caleta y en toda la Costa nos preparamos para hacer nuestra propia defensa. Le entramos de frente cuatro hijos y yo, y mire, aunque usted me vea viejo, nosotros estamos dispuestos a morirnos en esta lucha si es necesario. Vamos a seguir luchando” (Carlos, 56 años). 

Pero la suerte de estas personas apenas comenzaba a resentir el tránsito por el vil y tortuoso aparato de justicia estatal. Estaban lejos de sus familias, para muchas esposas, madres y hermanas de los detenidos, era imposible costear los gastos del pasaje desde la costa a la capital. De suyo, eso complicaba en extremo las posibilidades de contactar con abogados que pudieran encargarse de la defensa de los reos, teniendo sobre todo en cuenta que la insuficiencia de dinero es un inconveniente mayúsculo cuando se sabe de antemano que la justicia es un lujo reservado a quienes pueden costearlo. 

La detención no solamente rompía la columna vertebral de un movimiento que se nutría en buena parte de un hartazgo social genuino, también atacaba directamente a la moral de poblaciones que habían encontrado en la autodefensa la última garantía de seguridad. Los artífices de la detención sabían bien que el castigo no se queda en el cuerpo y la psique del individuo, sino que golpea también a sus círculos más cercanos. Pueblos como Caleta de Campos quedaron entonces en el más completo desamparo. A los presos no les quedó otra más que esperar que nada grave ocurriera, esperar que sus esposas, sus madres, sus hermanas pudieran solas con el paquete de sacar adelante a sus familias, de administrar los bienes cuando los había, y de capotearse a como fuera el amago criminal. 

Las mujeres, por su parte, luego del encarcelamiento, lejos de arredrarse, comenzaron a realizar eventos en favor de los detenidos. Salían a la plaza a colocar sus fotos, buscaban donde denunciar la traición de Castillo, e, incluso, se fajaron las armas y ocuparon por unos días el lugar de los hombres en las barricadas. Al menos hasta que las incursiones criminales arreciaron de nuevo, esta vez impulsadas por una abierta sed de venganza que ya no encontraba obstáculos por delante. En aquel verano mataron a Ponciano Reyes Farías, líder de la autodefensa de Chucutitán. También atacaron El Bejuco, y endurecieron el control sobre pueblos como la Coralilla, playa Nexpa y Las Peñas. 

Dice el criminólogo Elias Neuman (2004) que la maquinaria carcelaria funciona a fuerza de ejercicios de crueldad y discriminación que hieren día a día la autoestima, socavando el ánimo hasta quebrar al recluso por dentro. Una alquimia, dice, dirigida a lesionar de muerte a la dignidad, a abrir una herida en el reo y a ensancharla paulatinamente hasta dejarlo exangüe. Esa cadenciosa tortura, cuya constancia acompañaba fulminante el paso de los días, de las semanas, de los meses, fue menguando silenciosamente la moral de los autodefensas presos. Un año después de la detención, varias de sus familias habían abandonado sus lugares de residencia. Entre las razones, estaban por lo general una mezcla de necesidad y miedo que las empujaba a salir de sus comunidades, o del estado y, si se podía, también del país.

Al cabo de dos años, la apuesta del gobierno daba sus frutos. Los rostros de hombres otrora altivos y audaces aparecían sombríos, un pesar doliente se adivinaba en los entrecejos y una desesperación acuciosa poblaba ahora las conversaciones. Ya nadie hablaba de las autodefensas. Si Michoacán seguía incendiándose era cosa que para ellos había pasado a segundo o tercer término. Lo primero, ahora, era resolver la situación de la familia, pensar en una forma de pagar deudas y favores que se amontonaban conforme transcurrían los meses. Ni siquiera las amenazas de muerte que continuaban cayendo sobre algunos de ellos estaban entre sus principales preocupaciones, la angustia por los seres queridos y el deseo de poder regresar con ellos estaba por encima de todo. 

Poco antes del tercer año, comenzó a ocurrir un fenómeno cada vez más recurrente. El contacto permanente entre autodefensas y templarios llevó a que los acuerdos de convivencia tácitos del cautiverio se convirtieran en algo más, y propició acercamientos que se fueron estrechando con el tiempo. En cierto modo, aquello era natural, a final de cuentas, unos y otros provenían de los mismos lugares, de las mismas realidades, y oportunidades de trabajar juntos siempre las había habido. Viejos paisanos, vecinos e incluso familiares habían quedado divididos por el cisma social que a unos colocó del lado de los criminales y a otros de sus combatientes, pero sus historias personales compartían en muchos casos raíces. De esta forma, la convivencia y el encierro fueron apaciguando a los bandos, lo que en algunos casos llevó a su vez a dejar de lado las viejas afrentas y rencillas. No se trataba de una simple pax carcelaria, sino del establecimiento de nuevos tratos que, a la postre, significarían un relanzamiento de la gobernanza criminal en varios pueblos. 

A ello, habían contribuido dos factores: en abril de 2017 el gobierno de Silvano Aureoles ordenó el cierre del CERESO Francisco J. Múgica de Morelia, y trasladó arbitrariamente a todos los presos ahí recluidos al Centro Penitenciario David Franco Rodríguez, ubicado en las afueras de la misma ciudad, donde otros grupos tanto de templarios como de autodefensas, se encontraban. El otro factor fue el papel de abogados abusivos que aparecían más en los medios que en los juzgados donde se desahogaba la causa, dispendiando tiempos que en su alargue alimentaban la desesperación. A esto, se sumaba el proceder fraudulento de un grupo de coyotes procedentes del Estado de México, enviados, según se rumoraba, por gente cercana al comisionado Alfredo Castillo, quienes sabían que muchos en aquellas cárceles se encontraban básicamente indefensos y había, por tanto, con la ayuda de sus contactos dentro de las instancias judiciales, la posibilidad de sacar dinero. La panorámica, en su complejo, terminó por agotar la paciencia de algunos quienes ya cansados de entregar dinero a cambio de promesas que se convertían en humo, comenzaron a explorar otras alternativas, que, eventualmente, encontraron en los abogados de los templarios. 

A diferencia de aquellos que en teoría debían defenderlos, los abogados de la maña demostraron una mayor eficacia, pues, independientemente de los cargos que se les imputaban, sus clientes comenzaron a salir libres antes. El tamaño de esas contradicciones fue un duro golpe de realidad para muchos de los autodefensas que habían confiado en la justicia porque se sabían inocentes, y porque los cargos en su contra eran mentiras absurdas que deberían de haber caído pronto. Pero los barrotes les seguían recordando que no era así de simple. Las pedagogías de la represión fueron entonces haciendo mella en ellos, y entendieron que los caminos de la justicia no llevaban a ningún lado si no se les transitaba en los vehículos correctos; entendieron que en la alcantarilla se juega con las reglas de la alcantarilla, y optaron por adoptarlas. 

Por lo demás, había una serie de ventajas adicionales para quienes se acercaron a los grupos templarios. Entre las más atractivas, estaba el ofrecimiento de pagar los servicios legales con trabajo y colaboración para el cartel, una vez obtenida la libertad. Eso significaba, implícitamente, al menos, dos cosas. Una, se limaban asperezas que ayudaban a que los jefes de plaza que seguían libres y buscaban venganza, perdonaran o canjearan los castigos por algún tipo de servicio. Además, había ahí la posibilidad de asegurar una fuente de ingresos sumamente útil para paliar la crisis que se acrecentaba, y que, de otra manera, iba a ser muy difícil de conseguir en el mercado formal de trabajo, sobre todo con el pesado estigma de la prisión encima. De hecho, se podía comenzar a colaborar incluso antes de salir libre, si el reo así lo decidía. 

Para el cuarto año de prisión, varios entre los más jóvenes trabajaban ya abiertamente para alguno de los grupos controlados o asociados a los templarios dentro de los penales, como el de los tecatos, que manejan hasta hoy el tráfico de heroína y otras drogas dentro del CERESO Mil Cumbres. En algunos de estos casos, los autodefensas recién integrados a esos grupos, alcanzaron con el tiempo posiciones de poder importantes dentro de la organización. El lugar común dice que la cárcel enseña a los internos a comportarse como criminales, y, en estos casos, los jóvenes no sólo lo habían aprendido, se volvieron maestros. Si la readaptación se trata de preparar al reo para inserirse de manera exitosa en la realidad social, estos fueron quizá los que salieron del penal siendo más aptos para enfrentarse al Michoacán de esos días. 

En medio de órdenes cada vez más opresores, forjados al calor del inmundo contubernio entre el capital y el Estado, la épica heredada por los grupos de autodefensas no es poca cosa. Aun y con sus múltiples claroscuros y contradicciones, la idea de gestas populares enarboladas para proveer amparo a la población, sigue siendo un poderoso mensaje político que engancha bien con una tradición de lucha arraigada en la identidad y en la historia de las latitudes michoacanas. Hay, por tanto, en el testamento de las autodefensas, un capital inflamable, la pólvora de la movilización que aguarda un nuevo aumento de las temperaturas para volver a estallar la realidad. 

Foto: Agencia Subversiones.

A diez años de su nacimiento y muerte, las autodefensas siguen siendo – razonablemente – objeto de interpretación y análisis. Son demasiadas aún las preguntas sin respuesta que siguen flotando en las geografías michoacanas, como demasiadas son también las heridas que dejó una guerra con cuyos efectos seguimos haciendo cuentas. Quién sabe qué rumbo hubieran tomado las cosas de no ser por las mandíbulas de un aparato estatal que trituraron hasta la última reminiscencia de aquellos afanes. Lo que nos queda es, por ahora, una historia soterrada bajo el peso del plomo y la sangre, esperando a que la curiosidad comience a extraer respuestas. Como señaló Carlos Montemayor (2003) explicando otras batallas “estamos en el momento que empieza a surgir a la luz la memoria de estos movimientos. Esa memoria debe formar parte de nuestra conciencia actual, porque su historia empieza a revelarse para decirnos lo que somos, lo que a través de nuestras luchas hemos querido ser, y deseamos aún llegar a ser.” 

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