por Nysaí Moreno
En portada: Ursula K. Le Guin, autora estadounidense de ficción especulativa, literatura fantástica y ciencia ficción. Foto: M. Klimek
En un planeta donde las palabras “mío” o “propiedad” fueron abolidas del habla cotidiana, las personas que se llaman a sí mismas odonianas intentan, generación tras generación, vivir sin Estado, sin castas, sin dinero y sin cárceles. Pero lo que parecía una utopía anarquista perfecta, pronto se revela como una sociedad desgastada por el miedo a la disidencia, la hipocresía de la moral pública y una creciente rigidez ideológica.
En Los desposeídos, Ursula K. Le Guin construye —en sus propias palabras— una “utopía ambigua”. Un experimento narrativo que no glorifica ni demoniza ninguna ideología, pero que sí apuesta por una forma de anarquismo poco comprendida: no el “libertarismo” de derecha que idolatra el mercado y la competencia darwinista, sino el anarquismo cooperativo y ético, prefigurado por el taoísmo y desarrollado por Shelley, Kropotkin, Emma Goldman y Paul Goodman.
Como señala la propia Le Guin:
“El odonianismo es el anarquismo, no el darwinismo social del ‘libertarismo’ económico de la extrema derecha; sino el anarquismo tal y como aparece prefigurado en la filosofía taoísta temprana y lo exponen Shelley y Kropotkin, Goldman y Goodman. El blanco principal del anarquismo es el Estado autoritario (capitalista o socialista); su objetivo práctico-moral principal es la cooperación (solidaridad, asistencia mutua). Es la más idealista, y para mí la más interesante, de todas las teorías políticas…”
Los desposeídos no es una fábula moral ni un tratado político. Es una grieta en la lógica de los imperios —sean dorados o desérticos—. En un tiempo donde las ideologías se fosilizan o se venden al mejor postor, Le Guin nos recuerda que la utopía no es un destino, sino un verbo: habitar, cuestionar, abrir. Como Shevek —el personaje principal—, no para poseer la verdad, sino para liberarla.
El anarquismo como ciencia ficción vivida
Ursula K. Le Guin no escribió Los desposeídos como un tratado ideológico, sino como una posibilidad encarnada. La ciencia ficción, en sus manos, se vuelve laboratorio ético, espacio de hipótesis políticas. En este caso, la hipótesis no es otra que el anarquismo vivido: no como caos ni como desorden, sino como la posibilidad de una vida organizada sin jerarquías coercitivas, sin Estado, sin propiedad privada, sin castas.
Esta apuesta narrativa se enraíza en una tradición anarquista profunda, que va más allá de los clichés culturales. No nace en el siglo XIX, sino que puede rastrearse, como la propia Le Guin reconocía, en la filosofía taoísta. En el Tao Te Ching, Lao Tse propone una forma de gobernar sin imponer, de actuar sin forzar.
La no-acción (wu wei) no es pasividad, sino confianza en el equilibrio natural del mundo sin intervención autoritaria. Este principio reaparece, transformado, en las ideas de William Godwin, Proudhon, Bakunin, Emma Goldman y Piotr Kropotkin, entre otros.
A diferencia del libertarismo neoliberal, que se autodenomina “anarquista” mientras defiende el individualismo, la competencia, la libre empresa, y el mercado desregulado, el anarquismo que sostiene Le Guin —el odonianismo— es cooperativo, comunitario y anticapitalista. No busca maximizar la libertad de unos pocos a costa de la precariedad de los muchos. Busca abolir las estructuras que perpetúan la dominación: el Estado, el patriarcado, el ejército, el castigo.
En este sentido, Emma Goldman, figura clave del anarquismo moderno, escribió en 1910:
“La anarquía es la negación de toda autoridad, no del orden, sino del orden impuesto. La anarquía significa la libertad de cada individuo para expresarse a sí mismo sin restricciones artificiales.”

Goldman defendía con vehemencia que las palabras eran armas en el sentido transformador: la palabra podía desobedecer, desmoronar ficciones, abrir otros mundos. Frente a la máquina de obediencia del Estado —que impone orden desde la violencia, el miedo o la rutina—, el anarquismo propone una ética de la responsabilidad voluntaria, de la autonomía como tejido social y no como soledad liberal.
Le Guin recoge esta tradición y la proyecta al espacio. En Anarres, el pueblo odoniano vive según los principios fundados por Odo, una pensadora revolucionaria que escribió en prisión —como Goldman— y cuyos textos fueron proscritos en su planeta natal, Urras. La historia de Odo remite a las luchas de tantas mujeres exiliadas, encarceladas, silenciadas. En el universo de Le Guin, el pensamiento anarquista es peligroso porque desnaturaliza la obediencia y desnuda el poder.
Pero Le Guin no idealiza: Anarres no es el paraíso. Es una sociedad tensa, contradictoria, donde la moral colectiva se endurece y las decisiones no siempre son justas. La revolución, parece decirnos, no es un punto de llegada, sino un equilibrio precario que debe reinventarse constantemente. Por eso su ciencia ficción es tan vital: porque no ilustra un dogma, sino que ensaya un modo de habitar la utopía con sus dudas, límites y fugas.
Anarres y Urras: el muro como gramática política
El muro que rodea el puerto espacial de Anarres es uno de los símbolos más potentes de Los desposeídos. No es una simple barrera física. Es un signo —casi una puntuación ideológica— que separa mundos, subjetividades y formas de vida. “El muro era la única estructura erigida por los habitantes de Anarres para mantener afuera a alguien”, dice la narración, y con ello Ursula K. Le Guin pone en marcha una crítica aguda: incluso en las sociedades que se dicen libres, igualitarias o solidarias, hay límites, exclusiones, cercos invisibles.

Desde las primeras páginas, la novela presenta este muro como ambivalente. Para los odonianos, es una defensa: protege su proyecto anarquista del contagio capitalista, patriarcal y estatal de Urras. Para los urrastis, es un confinamiento: un gesto de aislamiento y pureza ideológica. Pero para Shevek, es un umbral existencial: la frontera entre la fidelidad a un ideal y el estancamiento de ese mismo ideal convertido en dogma.
Anarres y Urras representan dos extremos de un mismo fracaso. Urras es la cara conocida del poder: un planeta donde reina la abundancia, pero también el patriarcado, la desigualdad extrema, la explotación del trabajo y la mercantilización de todo. Su belleza es deslumbrante, pero bajo ella se oculta una violencia estructural. En contraste, Anarres es austero, igualitario, autogestionado. Pero la libertad colectiva se ha vuelto vigilancia moral, y la solidaridad, en ocasiones, conformismo coercitivo. La disidencia no es castigada con prisión, sino con el silencio, el aislamiento, la invisibilización.
En este paisaje, el lenguaje cobra un papel fundamental. El idioma odoniano ha sido diseñado para eliminar posesivos y estructuras jerárquicas. No existen expresiones como “mi cama” o “mi pareja”: todo es común, todo es prestado. Sin embargo, Le Guin muestra que la opresión puede sobrevivir incluso sin posesivos. La represión no sólo opera en el plano material, sino en lo simbólico: cuando Shevek —un físico teórico impulsado por una profunda curiosidad y un compromiso con la verdad, que busca transformar la sociedad a través del conocimiento y la reciprocidad—, cuestiona las decisiones del Sindicato de Física o propone ideas científicas demasiado radicales, es etiquetado como “egoísta”, “excesivo”, “ambicioso”. La colectividad, en su forma más dogmática, se convierte en una nueva forma de exclusión.
El lenguaje, entonces, no es neutro. Aunque haya sido construido con fines igualitarios, puede ser instrumento de control simbólico. La gramática de Anarres, al eliminar el “yo”, también restringe la singularidad. Shevek lo percibe con claridad: no hay cárceles visibles, pero sí muros invisibles que delimitan lo decible, lo pensable, lo aceptable. De ahí que su travesía —cruzar físicamente el muro, salir de Anarres, regresar con otra mirada— sea también una operación lingüística y epistemológica.
Le Guin sugiere que la verdadera libertad no radica en un modelo político fijo, sino en la posibilidad constante de repensar el lenguaje, las reglas, los límites. Shevek no quiere destruir Anarres, ni entregar sus descubrimientos a los poderosos de Urras. Quiere abrir un nuevo espacio: uno donde las ideas no sean propiedad, donde la comunicación no sea monopolio, donde la ciencia no esté al servicio de la guerra ni de la moralidad. Su revolución es semántica, ética y estructural. Y comienza, simbólicamente, cruzando el muro.
El apoyo mutuo como ética narrativa y científica
En el corazón de Los desposeídos late una convicción radical: que la cooperación no es una utopía, sino una forma de vida posible. Esta idea, encarnada en el personaje de Shevek y en la estructura social de Anarres, conecta profundamente con la tradición anarquista, pero también con una lectura alternativa de la biología. Frente a la narrativa dominante de la evolución como “supervivencia del más apto”, Le Guin recupera una visión del mundo donde la simbiosis, la mutualidad y la interdependencia no son anomalías, sino fundamentos.
Ya a finales del siglo XIX, Piotr Kropotkin —geógrafo, naturalista y anarquista ruso— escribió El apoyo mutuo como una crítica frontal al darwinismo social. Tras observar durante años a comunidades animales y humanas en Siberia, Kropotkin afirmó que la lucha por la existencia no era la regla absoluta de la naturaleza:
“En innumerables especies animales y humanas, el apoyo mutuo es mucho más importante que la lucha mutua”.

Su propuesta no negaba la existencia de competencia, sino que cuestionaba su centralidad. La vida, para Kropotkin, se sostenía y evolucionaba sobre redes de cooperación. Y lo más audaz: extendía este principio a la ética, proponiendo que una sociedad anarquista —como la de Anarres— debía basarse en la ayuda mutua, no en la coerción ni en el contrato.
Un siglo después, la bióloga Lynn Margulis tomaría esa intuición y la haría estallar desde el laboratorio. En Captando genomas, coescrito con Dorion Sagan, Margulis desmonta el relato de que la especiación es producto exclusivo de mutaciones aleatorias acumuladas por selección natural. En cambio, propone que los grandes saltos evolutivos ocurrieron gracias a la simbiosis entre especies distintas. La célula eucariota, por ejemplo, surgió de la fusión entre dos organismos completamente diferentes:
“Los grandes episodios de especiación, aquellos que verdaderamente fundaron grandes reinos, se basaron en la simbiogénesis más que en las mutaciones aleatorias”
Desde esta mirada, la vida no es una guerra permanente sino una historia de fusiones, pactos y alianzas. La simbiosis no es la excepción: es la arquitectura misma de la vida.
Al situar a Shevek —científico, anarquista y exiliado— como protagonista, Le Guin subvierte el arquetipo del héroe conquistador. Shevek no conquista, no somete, no impone. Él conecta. Desarrolla una teoría científica (la Teoría de la Simultaneidad) que permitiría unir mundos distantes, y decide liberarla como bien común. Su gesto final no es una revolución armada, sino la entrega de su conocimiento a todas las sociedades, sin fronteras, sin patentes, sin privilegios.
El acto de Shevek es profundamente anarquista, pero también profundamente biológico. No impone, se acopla. No domina, convive. En este sentido, Le Guin no sólo narra una utopía política, sino que insinúa una ontología alternativa: la cooperación como principio generativo del universo, desde la célula hasta la comunidad.
¿Es posible otra forma de revolución?
La historia de Anarres no es una utopía triunfante. Es una advertencia: incluso las sociedades nacidas del sueño de la libertad pueden coagular en normas que excluyen, en moralismos que castigan, en estructuras que sofocan la posibilidad misma del cambio. El odonianismo, fundado sobre la negación del poder autoritario, se vuelve —en el curso de la novela— un sistema cerrado, donde las decisiones colectivas se confunden con unanimidad, y donde la disidencia se castiga no con represión abierta, sino con aislamiento simbólico.
Este “fracaso” del ideal no es un accidente, sino el núcleo filosófico de la obra. Le Guin no está interesada en mostrar un mundo perfecto, sino en poner en escena la tensión permanente entre utopía y estructura, entre libertad y orden, entre creación y conservación. La revolución, nos dice, no se acaba nunca. Si se detiene, se traiciona a sí misma.
En ese contexto emerge Shevek como figura ambivalente: ni héroe ni traidor, sino hacedor. Su revolución no es una ruptura violenta, ni un retorno a Urras, ni una toma del poder. Es un gesto simbólico, epistemológico, narrativo.
Shevek encarna un tipo de acción que podríamos llamar desobediencia creativa. Su viaje no se inscribe en las categorías clásicas de la revolución (pueblo contra tirano, toma del palacio, derrocamiento de un sistema), sino en un plano más íntimo y más radical: el cambio del lenguaje, de las relaciones, de la ciencia, del deseo. Al negarse a patentar su teoría del tiempo, al escribir en un idioma común para compartirla libremente, al dialogar con los disidentes de otros mundos, Shevek realiza una revolución sin proclamas: una revolución por la escucha y por la entrega.
El propio concepto odoniano de “hacer” —opuesto a “poseer” o “mandar”— se vuelve aquí central. Shevek no busca tener razón, ni acumular poder, ni imponer su visión. Quiere hacer un puente, abrir una puerta. Su acción final, al entregar su descubrimiento al “colectivo humano”, sin pertenencias ni bandera, es profundamente anarquista y profundamente poética.
Frente a la violencia estructural de Urras y a la rigidez simbólica de Anarres, Le Guin propone una tercera vía: la revolución incesante del pensamiento. No hay mapas para ella. No hay programa. Es una revolución que se hace y se rehace, cada vez que alguien se atreve a imaginar otro mundo posible —y a encarnarlo, aunque sea en soledad.
Pensar desde la fisura
Lecturas como las del libro colectivo Repensar el anarquismo en América Latina, compilado por Javier Ruiz García, abonan esa misma inquietud planteada en Los desposeídos: ¿cómo imaginar una transformación política sin caer en la lógica de la conquista o de la pureza? Aunque el texto no menciona directamente a Shevek ni a Le Guin, su reflexión sobre la revolución como disidencia ética, como fisura en la estructura simbólica, sintoniza profundamente con la propuesta narrativa de la novela.
En lugar de oponer “lo viejo” y “lo nuevo”, el libro insiste en la potencia de interrumpir el sentido común desde lo común. No desde una identidad totalizante ni desde una voluntad de poder, sino desde una práctica compartida de pensamiento, de palabra y de escucha. Lo que en Los desposeídos se encarna en el gesto de Shevek —abrir su teoría al uso libre, imaginar una ciencia que no se posea ni se explote— aquí se piensa como una ética de la interrupción y de la comunalidad.
Este tipo de reflexión resuena también con la praxis zapatista: “preguntar caminando”, hacer mundo sin tomar el poder, construir autonomías sin dogma, sin pureza, sin vanguardia. En el corazón de esta praxis late la idea de lo común: como territorio vivo, compartido y cuidado colectivamente. El común es tierra, agua, palabra, memoria y futuro; es la base material y simbólica de una vida que no se mide en propiedad ni en obediencia, sino en vínculos.
Así como los zapatistas se niegan a imponer una receta revolucionaria, Le Guin tampoco ofrece un modelo cerrado: su anarquismo literario es tentativo, ambiguo, vivo. En ambos casos, la apuesta está en sostener el horizonte abierto, en cuidar el espacio común, en defender la posibilidad de una vida que no esté mediada por la propiedad, la obediencia o la exclusión.
Estas lecturas colectivas, críticas, no dogmáticas, son en sí mismas una forma de práctica anarquista: no imponer, sino invitar. No cerrar el texto, sino prolongarlo. No dar respuestas definitivas, sino sostener la pregunta.
Fuentes consultadas
- Le Guin, Ursula K. Los desposeídos. Traducción de Matilde Horne. Ediciones Minotauro, 2006 (primera edición en inglés: The Dispossessed, 1974).
- Kropotkin, Piotr. El apoyo mutuo como factor de evolución. Varios editores. (Edición consultada: digital, dominio público)..
- Goldman, Emma. La palabra como desobediencia: escritos anarquistas. Selección y traducción consultada de diversas ediciones en dominio público.
- Margulis, Lynn y Sagan, Dorion. Captando genomas: una teoría sobre el origen de las especies. Editorial Kairós, Barcelona, 2003.
- Ruiz García, Javier, et al. Repensar el anarquismo en América Latina: historias, epistemes, luchas y otras formas de organización. 115 Legion Press / Sinking City Comms, 2019. ISBN: 978-1-948501-08-8. [Incluye textos de Silvia Rivera Cusicanqui, Daniel Montañez, Sergio Reynaga, Benjamín Maldonado, Makame Lara, Marcos Aurelio, Camilo Restrepo, Alfredo Gómez Muller.]
- La palabra de los zapatistas. Escritos del EZLN (1994–2005). México: Ediciones Rebeldía, 2005.
- Gutiérrez Aguilar, Raquel. Horizontes comunitario-populares. Producción de lo común más allá de las políticas estado-céntricas.México: Traficantes de Sueños / Pez en el Árbol, 2017.


