Por: Héctor Silva Ávalos / The Store Project y Prensa Comunitaria
Portada: Crédito: The Store Project/Prensa Comunitaria
El pueblo Q’eqchi’ ha visto llegar a varias hordas de colonizadores a sus tierras ancestrales que circundan el Lago de Izabal, lugar sagrado. Llegaron españoles, ingleses, belgas, estadounidenses, atraídos todos por las riquezas agrícolas y minerales de las montañas. Los rusos de la mina en El Estor son los más recientes. Todos los han querido conquistar con violencia, pero los Q’eqchi’ han resistido a pesar del miedo. Esta es una crónica que reúne varias voces de esa resistencia.
Las mujeres que pararon el fuego en Chinebal
A quien recorre los 23 kilómetros que separan Chinebal de la comunidad Chapín Abajo, la principal entrada por el Lago de Izabal cuando se llega en lancha desde El Estor, lo acompaña, tierra adentro, un paisaje que es como una película que se repite: kilómetros y kilómetros de palma aceitera, el monocultivo que, según los Q’eqchi’, ha matado la biodiversidad en estas montañas. Chinebal es la frontera entre el reino de la palma y la tierra ancestral de los mayas que aún no ha sido mutilada del todo.
Cuando conocí a Brenda Cuc en Palestina, unos metros delante de Chinebal, el paisaje era desolador. Era como si un inmenso dragón hubiese pasado por ahí. Fuego y destrucción. A las casas que estaban en pie las rodeaban los cadáveres de otras casas de piso ennegrecido, restos de madera chamuscada; cenizas.
Aquel 16 de noviembre, aprovechándose del estado de sitio que el gobierno de Alejandro Giammattei había decretado en El Estor tras la violencia del 22, 23 y 24 de octubre contras los Q’eqchi’ que se oponen a la mina de níquel de Solway/CGN en el norte del municipio, empleados de Naturaceites intentaron terminar, en la parte sur, una tarea que habían iniciado años atrás, la de desalojar a los comunitarios Maya Q’eqchi’ que llevan décadas viviendo ahí.
Es lo que tiene un monocultivo como la palma aceitera: necesita expandirse, arrasar con lo que encuentra a su paso para mantenerse productivo, rentable, llevando plata a las grandes compañías que la cultivan.
Era martes. Habían pasado ya 24 días desde que Giammattei decretó el estado de sitio en El Estor. En las calles rectas que cruzan las tierras de palma desde Chapín Abajo hasta Chinebal se estacionaron vehículos militares, entre ellos los jeeps J8 artillados que Estados Unidos donó a Guatemala para combatir el tráfico de drogas y que los gobiernos de Jimmy Morales, primero, y de Alejandro Giammattei, después, han utilizado para intimidar a sus críticos y opositores y, en El Estor, a las comunidades Q’eqchi’ que se oponen a la mina rusa de níquel o a la palmera en el sur del municipio.
Una tarde de diciembre pasado, estuve en el sur de El Estor. Hablé con varios vecinos que me contaron cómo ocurrieron los eventos del 16 de noviembre.
Policías y soldados se habían estado concentrando la noche anterior en la entrada de la comunidad Palestina, donde, inquietas, las familias se preparaban para lo peor una vez el día despuntara. Los hombres, entonces, tomaron una decisión: huirían a las montañas de la Sierra de las Minas, que están a tiro de piedra.
Aprovechando el miedo que las columnas de policías y los carros militares habían instalado en Palestina y la huida de los hombres, cuadrillas de trabajadores particulares entraron a la comunidad. Un hombre de pantalón oscuro y camisa azul claro, ayudado por al menos otros dos, prendió fuego a varias de las casas.
La quema intencionada de las casas de Palestina quedó grabada en un vídeo que los mismos comunitarios hicieron con algún teléfono y que, ese mismo día, hicieron llegar a Prensa Comunitaria. A partir de ahí, periodistas de este medio corroboraron con testimonios de comunitarios e informes de la Procuraduría de Derechos Humanos, lo que había ocurrido.
Agentes de la policía y el ejército de Guatemala tenían poco menos de un mes de estar instalados en los alrededores; habían acampado en un campo de fútbol que marca la frontera entre los campos de palma aceitera y el territorio no ocupado que se extiende hacia el sur. Hacia las 8:00 a.m., hasta Palestina llegó la noticia de que los uniformados se moverían para desalojar la comunidad.
Un informe posterior de la PDH, al que Prensa Comunitaria tuvo acceso, detalla que poco después del mediodía, cien patrullas, 12 camionetas y 931 policías cercaron la comunidad Palestina. Un vocero de la PNC dijo que solo habían llegado 500 agentes.
A los uniformados los acompañaban agentes del Ministerio Público que dirige Consuelo Porras y con ellos viajaba una orden de desalojo que había firmado el juez Aníbal Arteaga de Puerto Barrios. Arteaga es un buen amigo de las industrias extractivas asentadas en esta parte de Guatemala. Según documentación interna de la empresa ruso-suiza Solway, propietaria del proyecto minero Fénix cerca de El Estor, en la orilla norte de lago, el juez suele fallar en favor de la mina y de la empresa aceitera en los pleitos por tierras. En la actualidad, Arteaga es investigado por posibles nexos con narcotraficantes que operan en el noreste de Guatemala, hogar de miles de Q’eqchi’.
Amparados en esa orden que firmó Arteaga, los agentes del Estado intentaron desalojar a los Q’eqchi’ de Chinebal. Pero no fueron ellos, los policías, quienes quemaron las casas, fueron empleados de la empresa, según los testimonios recogidos en Chinebal, que confirman el video captado el 16 de noviembre que muestra a un ingeniero de Naturaceites dando fuego a las casas. La empresa, sin presentar pruebas de descargo, intentó desmentir su participación a través de un comunicado.
“Aprovecharon quemar las casas cuando los hombres se fueron corriendo a la montaña y ahí ellos entraron… Como nosotras nos dimos cuenta de que ellos empezaron a quemar las casas, nosotras decidimos y nos juntamos para venir a ver las casas, pero ya no pudimos hacer nada porque las casas ya estaban quemadas”, cuenta Brenda sentada sobre un tronco caído en el suelo de una pequeña colina desde la que se ven los restos de los hogares calcinados.
El hombre de pantalón oscuro y otros guardias -policías de la empresa los describe Brenda-, custodiados por los agentes de la fuerza pública guatemalteca, estaban dispuestos a arrasar con todos los hogares. Era, para ellos, la oportunidad perfecta. El estado de sitio decretado tras la violencia de octubre había llevado a los militares y carros artillados hasta el sur de El Estor, donde los soldados hacían retaguardia.
Ya antes, al menos en cuatro ocasiones, escuadras paramilitares acompañadas por la fuerza pública habían intentado desalojar a los Q’eqchi’ de la comunidad Palestina. Nunca lo lograron. Tampoco lo lograrían esta vez.
Cuando las mujeres que quedaban en Palestina, tras la huida de los hombres, se dieron cuenta de que los empleados de Naturaceites se disponían a prenderle fuego a todo, tomaron una decisión que, sabían, las pondría a un paso de la muerte. Brenda Cuc, de 22 años, y otras mujeres decidieron poner sus cuerpos como la última barrera ante el fuego.
“Nos pusimos allí en la calle otra vez. Nosotras las mujeres y los niños. Porque nosotras sabemos que sí podemos con nuestros valores. Sabemos que nosotras sí podemos con esos policías que dicen ser policías pero no son policías y, por eso, nosotras nos juntamos para correrlos de aquí, porque aquí no tienen nada que ver, ellos no tienen derecho para entrar aquí en este lugar”, cuenta Brenda desde el tronco de su aldea.
- “Si no son policías, ¿qué son?”, pregunto a Brenda.
- “Son cuadrillas. La empresa les paga. Les da dinero para vestirse de policía, pero no lo son”, cuenta la joven.
La empresa también había intentado desligarse de la violencia contra los Q’eqchi’ de Chinebal en 2019 y en 2020, cuando un intento de desalojo también dejó viviendas destruidas y a una persona muerta.
Aquí, en Palestina, la comunidad asentada en las afueras de Chinebal, nadie duda de que los aceiteros están detrás de la violencia, igual que la mina rusa de El Estor ha provocado el acoso y la represión a las comunidades Q’eqchi’, en la orilla norte del Lago de Izabal.
Cuenta Dominga Güitz, otra de las mujeres que acompañó a Brenda a formar el escudo humano para proteger las casas que no habían cedido al fuego, que la decisión de enfrentar a la policía llegó cuando se dieron cuenta de que estaban por perderlo todo. “Nos íbamos a quedar sin nuestras cosas, sin nuestras ollas, tazas, ropa, sin nada”.
Aquel día llovió. Los niños que las acompañaban, dicen Brenda y Dominga, temblaban de frío, algunos quedaron enfermos y, un mes después, aún no se recuperaban. Pero, a pesar del frío, todos se quedaron y eso definió el destino de la comunidad Palestina.
“La policía vio que no podían hacer nada con nosotras y con los niños. Llamaron una maquinaria para destruir todas las casas, pero los niños se pusieron enfrente de la casa… hay algunas casas que estaban un poquito bien y fue porque los niños se pusieron enfrente de la casa para que la policía no pudiera hacer nada”, cuenta Dominga.
Los policías se replegaron, no sin antes pasar la estafeta a otros. Dicen las mujeres Q’eqchi’ que los agentes prestaron uniformes a las cuadrillas para confundir a los comunitarios. Pero, cuenta Dominga Güitz, las mujeres ya habían decidido llegar hasta las última consecuencias en los caminos de tierra roja y pedregosos que son el sistema circulatorio de esta comunidad. Se fueron a la calle principal. Se pararon frente a los invasores:
- “Mátenos, mejor mátenos. Aquí están nuestros hijos”, recuerda Dominga que gritaron, entre llantos, a los uniformados.
A Brenda Cuc y Dominga Güitz se han unido otras dos mujeres, Margarita Choc Tut e Isabela Caal. Todas son madres. Todas se quedaron en la comunidad Palestina de Chinebal el 16 de noviembre. Todas resistieron.
Una tarde de diciembre de 2021, cuando el estado de sitio impuesto por Giammattei aún estaba vigente y la mina rusa de El Estor seguía operando en el norte de El Estor, las mujeres de Chinebal recordaron por primera vez, frente a una cámara de video y tres periodistas de Prensa Comunitaria, el miedo y la resistencia de noviembre.
- “¿Cómo pueden resistir ante tantos policías?”, pregunto a las cuatro mujeres, que me ven, serias, desde el tronco de palma caído en el que se han sentado.
- “Me nace el coraje cuando la empresa me ha dejado en la calle. Mis hijos se quedaron sin nada. Ya no tienen ropa, no tengo ollas para cocinar, ya no tengo cómo cocinarles a mis hijos. Eso, me da coraje y me duele”. Es Dominga la que contesta.
La arenga de Pedro Cuc frente a un destacamento militar
Pedro Cuc, líder indígena y miembro del Consejo Ancestral Maya Q’eqchi’ de Chapín Abajo, nos ayudó a contactar con los comunitarios de Chinebal. Lo encontré en su casa cerca del Lago, horas antes de viajar hasta los confines del bosque de palma aceitera. Varios periodistas habíamos salido muy temprano de El Estor; la mayoría eran reporteros europeos, integrantes del consorcio Forbbiden Stories, que atravesaron el Lago de Izabal para buscar testimonios y pruebas de las afectaciones que provoca en la salud de los comunitarios la contaminación de la mina rusa de níquel. Esa historia, la de la minera rusa, es la más conocida, pero no es la única que habla del miedo y la resistencia en estas tierras Q’eqchi’.
Cuando el sábado 23 de octubre de 2021 un contingente de un millar de policías y soldados intentó despejar una protesta pacífica de Q’eqchi’ en la entrada de El Estor, para dar paso a los camiones que llevaban carbón a la mina, los comunitarios de la orilla sur del Lago de Izabal, encabezados por Pedro Cuc, viajaron en lancha para ayudar a quienes ahí resistían.
Varios hombres, incluidos pobladores de Chinebal, navegaron en una lancha cuyo paso la Fuerza Naval guatemalteca, destacada en El Estor, intentó detener. Los Q’eqchi’ se enfrentaron, verbalmente, a los marineros, que, finalmente, los dejaron pasar.
Sobre Cuc, como sobre otros líderes Q’eqchi’ que se han opuesto a la mina o a la aceitera, pesa una orden de captura. La mayor parte del tiempo, vive oculto en las montañas de la zona sur del lago, más allá de Chinebal. Aquel día de diciembre, Cuc volvió a su casa de Chapín Abajo para encontrar a los periodistas y contar su historia.
“Cuando vengo, me protege la comunidad, sino ya me hubieran capturado”, dice.
Cuando el líder Q’eqchi’ se mueve por las calles de la aldea lo rodean decenas de comunitarios que montan a su alrededor una especie de perímetro humano.
Cuando la mayoría de los periodistas europeos se han marchado de Chapín Abajo, tres reporteros de Prensa Comunitaria nos quedamos atrás, para acompañar a Pedro Cuc hasta Chinebal. Antes, el líder indígena nos ofrece mostrarnos uno de los linderos del lago donde empiezan las plantaciones de palma africana. Cruzamos unos pastizales hasta llegar a la orilla. Frente a nosotros, el espejo opaco del Lago de Izabal. A nuestra izquierda, la palma. A la derecha, soldados en un cuartel improvisado.
“Este es el destacamento”, explica Pedro Cuc. Ahí, dice, han llegado los contingentes de soldados que, desde la Ciudad de Guatemala y otras capitales departamentales del país, llegaron a El Estor para reforzar el estado de sitio.
A los soldados no les gusta que un grupo de indígenas, acompañados por cámaras y periodistas deambulen cerca. Se oyen gritos en el destacamento. Soldados, que habían estado sentados bajo la sombra de los árboles, se levantan empuñando sus armas. Algunos se acercan, sin prisa, a la malla metálica que los separa del palmeral y de la comitiva de Cuc.
Pedro Cuc, que ha estado hablando de las luchas por las tierras ancestrales con la empresa aceitera, se da cuenta de lo que su visita ha provocado. Tres de sus compañeros se le acercan para formar alrededor de él un círculo más estrecho, como parapetándolo. Suena el ruido seco de un fusil al cargarse. “Clac”. Pedro Cuc se voltea hacia el destacamento. No parece tener miedo. “Aquí seguiremos aunque chasqueen los rifles”, les dice en voz alta.
Más temprano, cuando Cuc atendía a los periodistas europeos, varios de los comunitarios de su comitiva habían sacado carrera a dos soldados vestidos de paisano que, con la excusa de que paseaban por el pueblo en su camino hacia una peluquería, se habían acercado a la casa del líder Q’eqchi’ para enterarse de qué pasaba. De no ser porque alguien calmó los ánimos, la cosa hubiera terminado a golpes.
Cuc y los Q’eqchi’, parece, han aprendido a convivir con el miedo que traen los soldados. A dominarlo. Por eso, dicen, cuando el gobierno de Guatemala o las empresas aceitera y minera quieren quebrar la resistencia de los habitantes de El Estor o las mujeres de Chinebal, suelen enviar a centeneras de uniformados, carros de combate, al Ministerio Público. A todo el Estado.
El estado y las empresas, claro, no se detienen. Llevan décadas matando Q’eqchi’, persiguiéndolos, intimidándolos, violando a las mujeres.
La lucha incombustible de las mujeres del Lote 8
Las mujeres me esperan en una casa de Cahaboncito, una aldea ubicada a pocos minutos de la carretera que une El Estor con el departamento de Alta Verapaz, al oeste. Han despejado un salón de piso de tierra compactada y paredes hechas con tablones de madera. Ellas se sientan en sillas de plástico. Yo me siento al frente en una cama de lazo. Hemos pedido permiso para grabar nuestra conversación. María Choc, una lideresa Q’eqchi’ a la que el Estado de Guatemala lleva años persiguiendo por protestar contra la contaminación de la mina de níquel, es nuestra guía e intérprete pues las mujeres solo hablan en Q’eqchi’.
Han llegado seis mujeres. El familiar de una de ellas vive aquí, en Cahaboncito, pero todas son de Lote 8, un caserío ubicado varios kilómetros montaña arriba. Dos de ellas, Rosa Elbira Coc Ich y Margarita Caal Caal, son las únicas que hablarán a lo largo de casi dos horas de conversación. Ellas han venido a contar, un día de diciembre de 2021, cómo viven el estado de sitio en El Estor. Y a recordar el horror que las marcó hace 15 años.
Lote 8 está enclavada en la cordillera que nace cerca del lindero este del Lago de Izabal y se levanta en paralelo a la orilla norte del lago. Son montañas de tierra roja, ricas en minerales como el níquel y cubiertas, ahí donde la mina no ha llegado, de una espesa capa verde de árboles. En uno de esos cerros al oeste, cerca del límite entre los departamentos de Izabal y Alta Verapaz, el verde esconde a esta comunidad. Es un sitio pequeño, de casas apretadas. Este lugar, como el de decenas de comunidades aquí, está asentado sobre inmensos yacimientos de níquel.
Aquí, el miedo del siglo XX llegó en forma de los soldados que, acuartelados en el vecino pueblo de Panzós, incursionaban durante el conflicto armado guatemalteco en estos territorios como parte de los planes de contrainsurgencia. Pero entrado el Siglo XXI, hasta el Lote 8 llegó uno de los mayores horrores que ahí se recuerdan. Llegó en forma de guardias de la Compañía Guatemalteca de Níquel (CGN), la empresa nacional que, entonces, explotaba las montañas en asocio con la multinacional canadienses Hudbay Mineral y Skye Resources, una de sus subsidiarias.
Ese horror ocurrió el 17 de enero de 2007. Un proceso judicial abierto en Canadá por los sucesos de aquel día lo describen así:
“A petición de Skye Resources, la corporación que precedió a HudBay Mineral, cientos de agentes de seguridad de la mina, policías y militares expulsaron a la fuerza a pobladores indígenas mayas de la remota comunidad Lote 8. Los indígenas consideran que estas tierras en el este de Guatemala son parte de su hogar ancestral. Durante estos desalojos armados, once mujeres Maya Q’eqchi’ fueron violadas en repetidas ocasiones por policías, militares y personal de seguridad de la mina”, se lee en la demanda referencia CV-1 1-423077 que las mujeres Q’eqchi’ pusieron en la corte superior de justicia en Ontario, Canadá, sede de la casa matriz de la minera que operaba entonces en El Estor.
Rosa Elbira Choc lo cuenta con menos palabras, pero, de ella, el relato suena más duro. Dice que los soldados y los guardias de la mina llegaron en enero de 2007, a intentar desalojarlos a petición de la minera, que quería extender a esa montaña la explotación de níquel. Lo habían intentado dos veces antes en 2006, pero no habían terminado la encomienda.
“Nos quemaron la vivienda, nos quemaron la comida y luego, delante de nuestras familias, de nuestros hijos, fuimos violadas sexualmente”, dice, escueta, Rosa Elbira Choc.
Al horror siguió el silencio. Pasaron días, antes de que las mujeres de Lote 8 se atrevieran a hablar de lo que había pasado. El muro del silencio lo impusieron la vergüenza y el temor a ser señaladas y estigmatizadas por la misma comunidad; el terror de escuchar algo que las víctimas de violaciones sexuales escuchan demasiado a menudo: “fue tu culpa”, “vos los provocaste”. Las palabras se abrieron espacio poco a poco.
“Empezamos a contarnos entre mujeres lo que había pasado y salió el tema del abuso sexual, y luego tomamos una confianza; empezamos a contar todo lo que había pasado y así fue como empezamos a narrar nuestra historia de vida”. Rosa Elbira, ahora, lo cuenta con más tranquilidad. Hablar, dice, le ayudó a sanar, pero no a olvidar. Eso es imposible.
“Si hoy estoy hablando, es porque tal vez ya curé muchas heridas, pero, anteriormente, daba mi testimonio llorando, porque realmente es imborrable todo lo que ha sucedido con nosotras. Está grabado dentro de nuestra memoria”.
Cuando estas mujeres reunieron el valor hablaron no solo de las violaciones que sufrieron, sino que contaron, acaso como nadie lo había hecho antes, cómo funciona la alianza criminal entre el poder político de Guatemala y las empresas locales y extranjeras que explotan los recursos del país, mientras despojan a las comunidades indígenas.
El relato de las mujeres del Lote 8, se convirtió en la demanda judicial ante las autoridades judiciales de Canadá. En 2012, en una resolución en primera instancia, la justicia de aquel país hizo varias determinaciones; las más importantes: que los guardias privados contratados por Hudbay y sus subsidiarias, policías y soldados habían sido responsables de las violaciones, que la empresa canadiense había sido negligente al contratar personal de seguridad con récords de violaciones a los derechos humanos de los indígenas y que el gobierno de Guatemala había jugado un rol determinante en los desalojos violentos de los comunitarios Q’eqchi’ de las tierras apetecidas por la mina.
En uno de los apartados de antecedentes, la demanda judicial en Canadá también hace referencia al patrón constante de masacres y terror con el que las autoridades guatemaltecas y los terratenientes de Izabal y Alta Verapaz han disminuido a la población Q’eqchi’:
“Las poblaciones mayas fueron perseguidas durante la guerra civil, lo que resultó en la ‘exterminación en masa’ de comunidades mayas indefensas a las que se acusó de estar asociadas a la guerrilla, incluidos niños, mujeres y ancianos, a través de métodos cuya crueldad ha provocado la ira de la conciencia moral del mundo civilizado”, cita la corte canadiense. Casi todas las palabras de esa frase, referidas al conflicto interno, aplican a las mujeres de Lote 8.
Además de la referencia a la violencia utilizada y al miedo como herramienta para someter a los Q’eqchi’, hay un párrafo que trae la historia de las mujeres del Lote 8 hasta la actualidad de El Estor, marcada desde 2020, por la complicidad entre el gobierno de Alejandro Giammattei y los rusos de Solway que compraron el derecho de explotación minera a los canadienses de Hudbay.
“En 2006, las Naciones Unidas establecieron que el Estado de Guatemala incumplió la ley internacional al dar derechos de explotación a CGN sin consultar adecuadamente con las comunidades Maya Q’eqchi’. El gobierno y la minera ignoraron estas leyes… En 2011, la más alta corte del país (la Corte de Constitucionalidad) falló que los Maya Q’eqchi’ tienen derechos legales sobre la tierra y ordenó al gobierno de Guatemala que reconociera formalmente los derechos colectivos de las comunidades”, dice la autoridad canadiense.
Adelantemos una década. Lo mismo sigue pasando en El Estor. Hoy, la compañía que maneja la explotación de níquel en El Estor está en manos de oligarcas rusos. El gobierno, que en 2006 presidía Óscar Berger, está hoy en manos de Giammattei. En ambos casos, los políticos de Ciudad de Guatemala permitieron a los mineros operar al margen de la ley y fueron cómplices de la violencia contra los Q’eqchi’.
En octubre de 2021, Giammattei decretó el estado de sitio en El Estor para permitir a los mineros rusos que resolvieran el impasse legal al que los había llevado la Corte de Constitucionalidad que, también en 2019, falló que la mina no operaba legalmente por no haber consultado sobre sus actividades a los Q’eqchi’ y que los permisos ambientales que el gobierno Berger les extendió a mediados de la década 2000, eran ilegales.
Rosa Elbira Choc Cuc, de Lote 8, volvió a sentir, a finales de 2021, un miedo parecido al de 2007. Viajaba en bus de Cahaboncito hacia El Estor y sentía la tensión, el miedo con que los comunitarios vivían en un municipio tomado por la policía y el ejército. Pero, como lo hizo hace 15 años, Rosa Elbira venció al miedo.
“La valentía me nace al decir la verdad. Me recuerdo que yo no estoy cometiendo ningún delito ni ellos tienen miedo de que están violando nuestros derechos y nosotros estamos en nuestra tierra. Aquí nacimos, aquí dejamos nuestros ombligos”, se anima.
Margarita Caal, la mayor de las mujeres que llegaron en diciembre de 2021 a la casa de Cahaboncito a contar su historia, rompe el silencio casi al final de la plática. Tampoco tiene miedo.
“Es una fuerza colectiva de mujeres, entrás en una plática de cómo poder resistir, de cómo poder seguir caminando. Tal vez me daría miedo exigir justica, tal vez me daría miedo de alzar mi voz, pero como hay una realidad vivida dentro de mi ser y mi palabra que llevo es la verdad, por qué debo tener miedo al narrar todo lo que ya viví. Es una gran injusticia lo que han hecho con nosotras y lo que he vivido yo, de esa forma es que yo me voy a la defensa, a la resistencia y exigir justicia, porque ya pasé por todas esas injusticias, violaciones de derechos humanos. No quiero permitir que esté oculto. Tengo que seguir dando y alzando mi voz”, dice Margarita en voz baja pero firme.
Un epílogo en Santa Rosita
Julio Paná Chuc es uno de los líderes de la comunidad Santa Rosita, ubicada entre la carretera que lleva de Río Dulce hasta El Estor y los meandros de la orilla norte del Lago de Izabal. Tras contar a un grupo de periodistas la historia de su comunidad, asentada aquí, luego de desalojos en una de las montañas vecinas, se abre paso entre las milpas y matas de frijoles hasta llegar a un pequeño platanar que crece en las orillas de un riachuelo que se deprende del lago.
Quiere mostrar unos bananos pequeños y unas hojas manchadas; los efectos de la contaminación, dice, de la ceniza que no para de caer, esparcida desde las chimeneas de la planta minera, unos cinco kilómetros al oeste.
A mediados de diciembre de 2021, la policía no había entrado a Santa Rosita, como si lo había hecho ya en Chinebal, al sur del lago, o en Chichipate, una comunidad ubicada también en la orilla norte, entre la mina de Solway y otro sitio minero propiedad de Mayaníquel, empresa también manejada por rusos y la cual, según una investigación del Ministerio Público el año pasado, entregó un soborno al presidente Giammattei.
A Chinebal, las fuerzas del Estado y las cuadrillas de Naturaceites entraron a desalojar y a quemar casas. A Chichipate llegaron los uniformados a amedrentar a los líderes Q’eqchi’ que, desde ahí, se sumaron a la resistencia pacífica de octubre contra la operación ilegal de la mina de Solway.
A Santa Rosita no entraron. Los agentes de la inteligencia estatal guatemalteca que se trasladaron a El Estor durante el estado de sitio, según comprobó Prensa Comunitaria en diciembre, esparcieron en el municipio el rumor de que en la comunidad la resistencia Q’eqchi había escondido armas. Julio habla de los rumores y los descarta con una mueca. Antes, cuando recién habían llegado al lugar tras ser desalojados de sus hogares anteriores, los Q’eqchi’ opusieron férrea resistencia a las autoridades que también quisieron sacarlos de Santa Rosita. Por eso, cree Julio, a la policía no deja de ponérsele mal el cuerpo al pensar entrar en esta comunidad.
Los uniformados no entraron, pero sí se aseguraron de esparcir el miedo de otras formas. Un día, cuenta otro de los comunitarios, estacionaban las patrullas en una cancha de fútbol cercana, sacaban sus fusiles y apuntaban a los niños que caminaban hacia la comunidad. Por las noches, los carros de la policía, luces y bocinas encendidas, pasaban una y otra vez por la carretera, que está muy cerca. Una y otra vez.
“Si entran -dice Julio- resistimos”. Como han resistido al miedo los Q’eqchi’ de El Estor durante años. Como resistieron Brenda y las mujeres de Chinebal. Como resistió Pedro Cuc en Chapín Abajo. Como resisten las mujeres del Lote 8.