En asambleas organizadas en calles y locales de Lima, los pueblos indígenas y campesinos sostienen la oposición a la dictadura cívico-militar de Dina Boluarte. Son las voces de quienes viven la precariedad del cuarto país con más desigualdad de ingresos en el mundo. La lucha, por unanimidad, será hasta lograr que renuncie la presidenta de facto.
El 83% de peruanas y peruanos está a favor del adelanto de elecciones, cifra que en la conservadora capital llega al 70%. Ni las encuestadoras al servicio de la oligarquía pueden maquillar el rechazo al régimen.
“¿Por qué nos tratan así, por qué tanto odio? Lima vive de lo que nosotros trabajamos en el campo, de nuestros recursos, de la minería. Solo estamos reclamando nuestros derechos, que respeten nuestro voto, peor que criminales, que animales nos tratan. Los aimaras nunca abandonamos una pelea, no nos importa morir porque es por nuestros hijos, por los que nos siguen”, expresa María, proveniente de Puno, la región más violentada por la represión.
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Desde el pasado 7 de diciembre, cuando Boluarte asumió la presidencia tras la destitución de Pedro Castillo por parte del Congreso al intentar cerrar esta institución, la Policía y el Ejército del Perú asesinaron a 49 personas (otras 18 fallecieron por incidentes relacionados a bloqueos de vías), entre ellas siete menores de edad. Todos los crímenes, a excepción de uno en la capital, fueron cometidos en provincias andinas, de mayorías quechuas y aimaras. Al menos a 30 de las víctimas les dispararon proyectiles de armas de guerra. Los organismos internacionales denuncian violaciones a los derechos humanos con sesgo racial.
En respuesta al régimen armado-empresarial, articulado desde un Parlamento que ejecutó el golpe contra Castillo mediante la guerra jurídica (lawfare), el pueblo movilizado se organiza. El Comité Nacional Unificado de Lucha del Perú (Conulp) reúne a colectividades y gremios de los Andes y la Amazonía, con menor participación de entornos urbanos. Discuten las estrategias para fortalecer las protestas por las dos principales demandas populares: elecciones generales este año y la asamblea constituyente -propuesta respaldada por siete de cada diez peruanos- que cambie el modelo económico neoliberal. Las madres participan con sus hijas e hijos. Las comitivas de las provincias permanecen en Lima gracias a su organización comunitaria y la solidaridad.
“Las marchas en Lima están en decadencia, la clase política se fortalece. Es momento de unir ideas, a pesar de que tengamos posiciones ideológicas diferentes, seamos de diferentes gremios, de comunidades de la costa, andinas o la Amazonía. No solamente convocamos a las regiones más comprometidas, nuestra misión es juntar a todas las regiones. La cuestión es cómo vamos a expulsar a los criminales de Palacio de Gobierno, a los congresistas”, manifiesta Alberto Yucra, delegado del Conurp, en una asamblea.
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El punto de encuentro, esta vez, es un estacionamiento del Centro de Lima que, lo señalan banderolas, se utiliza para reuniones de un partido político. En las asambleas no quieren banderas ni participación partidarias, una representante aimara lo aclara. Yucra, licenciado de las Fuerzas Armadas del Valle de los Ríos Apurímac, Ene y Mantaro (Vraem, desde el año 2007 zona de emergencia por la violencia del narcotráfico en alianza con remanentes de Sendero Luminoso), advierte que en las provincias no se asumen dirigencias por la persecución, que las cabezas están identificadas y son hostigadas. Cuando llegó a la capital en enero, con 260 marchantes, no había organización, las movilizaciones eran autoconvocadas. No cuentan con el apoyo de los grandes sindicatos.
Al cumplirse más de cien días de la dictadura, los desproporcionados contingentes de policías impiden el paso de manifestantes al Centro Histórico de Lima, pero hubo marchas y acciones contundentes en otras zonas de la ciudad.
La violencia de Estado se ensaña con mujeres indígenas
Desde las asambleas populares se enfocan en distintos frentes: denunciar la violencia de las autoridades políticas y policiales, a la orden de medidas de segregación racial como interceptar los buses que llevan a Lima a manifestantes de provincias andinas; la defensa jurídica de familias de víctimas de las masacres, de personas heridas, vulneradas y encarceladas por el régimen; un proceso ante instancias internacionales contra Boluarte, la cúpula del Ejecutivo y el Congreso, institución que concentra el poder y es rechazada por el 90% de la población; medidas de fuerza como bloqueos de vías y paros.
“Las mujeres quechuas y aimaras no nos vendemos, la resistencia de los pueblos indígenas es de 500 años. Los indios y cholos nunca vamos a poder gobernar, como mujer con polleras, chola, no podemos minimizarnos. No podemos encargar la lucha a las provincias, Lima tiene que organizarse. Cuánto hemos llorado, sufrido, pido que se organicen, no esperen que alguien les ordene. Las mujeres campesinas, indígenas no tenemos miedo, por qué tener miedo si la lucha es para todos”, interviene Brígida, mujer puneña.
La violencia racista se manifiesta tanto en los mensajes del Gobierno y la represión como al interior de un Ejército que manda a la muerte selectivamente. El domingo 5 de marzo, seis soldados, todos jóvenes de comunidades aimaras y quechuas, murieron ahogados en Puno al ser obligados por su superior a cruzar un río, a pesar de que muchos no sabían nadar. Los jefes militares acusaron a la población de haber atacado a la patrulla. Un video del periodista Liubomir Fernández, hoy amenazado por las Fuerzas Armadas, muestra que los amaras no agredieron a los uniformados y que incluso rescataron a algunos. El Ministerio de Defensa insistió en exculparse y criminalizar, en la línea de su estrategia de creación del enemigo, opositor e indígena.
Bajo esta lógica, extremada, un policía dispara una bomba lacrimógena directa al cuerpo, a pocos metros de distancia, contra una mujer andina que carga a su guagua en sus espaldas. La imagen representa el terror que sostiene a un Estado que responsabiliza a la víctima del disparo de exponer a su bebé. Que se enuncian, terror y Estado, en la deshumanización del discurso de patibularios servidores como un ministro de Educación que compara con animales a las madres que marchan con sus hijas e hijos a cuestas.
“Esto se acabó, esta forma de gobierno no lo permitimos más, se les acabó su plazo. Soy un hombre de comunidad, soy de Huancayo, somos el pueblo, no es que no sepamos lo que quiere el pueblo. Se acabó su plazo, su tiempo de enfrentarnos, de hacernos matar entre nosotros. Nuestra unión es sagrada porque venimos de la Pachamama”, señala un representante de los andes centrales.
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Brígida se refiere a la organización en Puno, donde el paro es total desde enero y permanece bloqueada la frontera con Bolivia, en medio de la militarización. Sustentada en la tradición cultural comunitaria y de reciprocidad, no en militancias políticas. En Lima, los representantes de los gremios y el partido político presentes en la asamblea no conciben la participación sin identidad de partido. En esta etapa del proceso popular, las poblaciones organizadas rechazan cualquier vínculo con agrupaciones dentro de las formas de la política institucional. En el primer escenario, una región paralizada a través del tejido comunitario; en el segundo, entre la incapacidad y la falta de voluntad de materializar una medida de fuerza sólida en la capital.
Desde su experiencia, la representante aimara es consciente del origen de la desigualdad y las posibilidades del poder popular. “Debemos articular los procesos de cambios, nacionalizar recursos, crear una economía solidaria, equitativa para nuestros hijos y nietos. Recuperar el bien común, para el buen vivir, con participación directa de las masas. No detrás de dirigentes que no hablan por todos, líderes que manden obedeciendo, para derrotar al fujimorismo, al neoliberalismo. La acción directa es el poder del pueblo”, reflexiona.
En las asambleas populares, la voz común suena a esperanza frente al terror: sabe que la dictadura está debilitada, que no tiene salida si continúa la presión en las calles. Se desconoce el llamado sentido común de la clase política y sus medios de desinformación. Lo común, por el contrario, recobra su sentido: saben de dónde proviene el poder y hacia dónde quieren dirigirlo.
Una versión de este texto fue publicado originalmente en Agencia Paco Urondo