La geopolítica de los transgénicos en Suramérica

Un despliegue de discursos protransgénicos y contra regulaciones ambientales internacionales coinciden con la pandemia en la región. Desde el segundo trimestre operadores neoliberales pretenden expandir en Suramérica el campo, infinito y letal, de organismos genéticamente modificados (OGM) en agricultura. Que en solo 25 años, entre Brasil, Argentina, Paraguay, Bolivia y Uruguay, ya se cultivan en 94 millones de hectáreas en ecosistemas atlánticos, el Gran Chaco y la Amazonía. Para las que se utilizan más de 1.500 millones de toneladas de agrotóxicos por año. Todo el subcontinente regado y alimentado con herbicidas de unos cuantos laboratorios, altamente dañinos para la salud humana y de toda forma de vida, como consta en sentencias judiciales emblemáticas y cientos de estudios[1].

En mayo, el golpista Gobierno transitorio de Bolivia autorizó al Comité Nacional de Bioseguridad (CNB), formado recién en 2019 e integrado por ningún especialista en genética, establecer procesos abreviados de evaluación del uso de cuatro semillas modificadas (maíz, caña de azúcar, algodón y trigo). En la gestión de Evo Morales se introdujo al país la soya transgénica para fabricación de biocombustible, que el Estado iría a comprar. Ahora la clase empresarial quiere diversificarse hacia los transgénicos para alimentación humana y ampliar la producción soyera para vender biodiésel, sobrevalorado, a la administración de Jeanine Áñez. Es la trama lumpen capitalista de ocasión. El sistema y su condición natural detrás de estas plantaciones y la ganadería industrial que causan la deforestación anual de 350 mil hectáreas de bosques en Bolivia, de acuerdo a estimaciones de la fundación Friedich Ebert Stiftung.

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El territorio boliviano es parte de un megapoderoso corredor internacional de soya transgénica que triplica en tamaño a Alemania. Suramérica es un laboratorio para los patrones del planeta: después de Estados Unidos, Brasil y Argentina son los dos países con más sembríos de OGM.

A la vez, el Ministerio de Agricultura del Perú presentó, a un año del fin de la moratoria de una década al ingreso de transgénicos para cultivos o crianza ganadera, el proyecto de Reglamento Interno Sectorial sobre Seguridad de la Biotecnología para el Desarrollo de Actividades con Organismos Vivos Modificados para el Sector Agrario (RISBA). La propuesta, sobre el papel, consiste en “recoger las opiniones de entidades públicas y privadas”, a fin de eventuales desarrollos y pruebas de OGM en el ámbito agrícola.

Recordemos que la moratoria fue la respuesta a los intereses de multinacionales y la banda de terratenientes y turbas políticas peruanas que, a la batuta de Alan García, forcejearon el ingreso de transgénicos al Perú en 2011. Porque no había -ni habrá- estudios reales que respalden la inocuidad de los agrotóxicos. Los mismos capataces piden más cultivos transgénicos en el vecino del Altiplano, que ya cuenta 1 millón 700 mil hectáreas de estos y el 62% de tierras productivas concentrado en el 16% de propietarios[2].

En el caso peruano, ¿de dónde llegarán los “aportes” a sistematizar por el Instituto Nacional de Innovación Agraria (INIA)? ¿Serán públicas las fuentes y sus intereses? ¿Opinión de qué puede emitir el Comité Sin Expertos de Bolivia? El ADN del capitalismo en la ciencia manda sobre las oficinas técnicas estatales a cargo de los marcos legales y de acción de la biotecnología. En Suramérica, al servicio de los mayores poderes mundiales: más del 80% de poroto de soya de Argentina y Brasil es vendido a China, por citar un ejemplo.

“Caso testigo es la Comisión Nacional Asesora de Biotecnología Agropecuaria (Conabia) de Argentina, creada en 1991. Su integración fue secreta durante 26 años, hasta 2017, cuando la nómina fue filtrada por la prensa. De 34 integrantes, 26 pertenecían a las empresas o tenían conflictos de intereses. Martín Lema, director nacional de Biotecnología desde 2011 y máxima autoridad de la Conabia, es autor de papers científicos firmados por las mismas empresas a las que debería controlar: Bayer-Monsanto, Syngenta, Basf y Dow Agroscience. El organismo responsable de liberar semillas de soja, maíz, algodón, papa y caña de azúcar no cuenta con ningún científico crítico a los transgénicos. Tampoco permite la participación de entidades de la sociedad civil. Desde 1996, la Conabia aprobó 61 transgénicos. Las empresas beneficiadas fueron las misma que dominan la Conabia y publicitan que los transgénicos son seguros”, indica el estudio Atlas del agronegocio transgénico en el Cono Sur (Acción por la Biodiversidad, 2020), realizado por especialistas en ciencia de Argentina, Brasil, Bolivia, Uruguay y Paraguay.

El cuento sin bandera de la soberanía

El ocultamiento de información y su sustento con estudios científicos a sueldo, financiados por los mismos creadores de semillas transgénicas y químicos para su tratamiento, son las reglas de juego de un modelo neocolonial del agro.

“Hasta el momento de su aprobación comercial, no se habían realizado estudios -aparte de los entregados por la propia Monsanto- para evaluar la toxicidad ni los efectos secundarios de los transgénicos. Los expedientes de aprobación son confidenciales en todos los países: ni organizaciones de la sociedad civil, ni especialistas en ciencia independientes, ni funcionarios pueden acceder”, resalta el informe.

Precisamente, el libre acceso de toda persona a información, participación y justicia en materia ambiental son los objetivos centrales del Acuerdo de Escazú, firmado por el Perú en 2018 y a la espera de su ratificación en el Congreso desde hace un año. Once de los 22 países de América Latina y el Caribe que lo suscribieron deben ratificar -faltan dos- el tratado internacional para que entre en vigencia. En julio, también por azares, el sicariato político-económico de Lima lo puso en su mira.

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A la Confederación Nacional de Instituciones Empresariales Privadas (Confiep) del Perú le preocupa “la abdicación a nuestra soberanía sobre nuestro territorio nacional, la Amazonía, un tratado que genera inestabilidad jurídica en el país, afectando indudablemente a las inversiones y al propio desarrollo de las poblaciones”. Declaración de parte patronal contraria a la posición de la entonces ministra del Ambiente, Fabiola Muñoz. Y en coro con la Cancillería y cinco cárteles políticos de centro y derecha en el Parlamento.

Como el gran capital no tiene patria, el peruano Grupo Romero, pilar de la Confiep alarmado por la soberanía en una orilla del lago Titicaca, tiene una millonaria presencia en el mercado boliviano de transgénicos desde que en 2003 compró el 74% de acciones de Industrias de Aceite FINO. Y como tampoco tiene ley, es el primer terranetiente de la Amazonía peruana, monopolizando con 25 mil has. los cultivos de palma aceitera que arrasan bosques primarios.

El comunicado de estos oligarcas es literatura de caucheros. La sangría de la Amazonía y sus pueblos es la consecuencia de sus inversiones. Otro relato protransgénico, para las nuevas crónicas de las indias, es la negación de la concentración y acaparamiento de tierras por parte de la clase capitalista extranjera. Cuando la mayoría de territorios de América Latina ya está en manos de pocas multinacionales y transnacionales regionales, como la propietaria del Banco de Crédito del Perú. En Santa Cruz (Bolivia) el 2% de productores tiene el 70% de tierras. En Argentina el 1% de productores posee el 36% de tierras y al 55% de productores le queda el 2% de tierras. En Paraguay, el 3% de productores concentra el 85% de tierras y al 91% de productores le sobran el 6% de tierras.

Desligar la biotecnología del modelo latifundista privado de monocultivos y la amenaza a la biodiversidad es un acto reflejo de colonialismo cultural, de derecha o izquierda. El lobby científico corporativo tiene sus encomenderos en filas liberales, de centro, progresistas. En Argentina colocó de ministro de Relaciones Exteriores a Felipe Solá, quien fuera secretario de Agricultura cuando, en 1996, el país se convirtió en el primero de la región en permitir el ingreso de cultivos transgénicos a punta de informes de Monsanto ni siquiera traducidos. El estanciero firmó en pandemia millonarios contratos de producción industrial porcina.

Y están los que dudan de los efectos de agroquímicos o incluso lo niegan. Un cabildo donde brillan académicos, políticos, empresarios, periodistas; hombres blancos de ciudad. Supremacismo, aunque sea de izquierda, extrapolando una idea de la activista y escritora gitana española Pastora Filigrana. No les importa si en Argentina dos tercios de personas con cáncer viven en regiones agrícolas transgénicas bañadas en glifosato, como Entre Ríos, donde el 40% de muertes es por tumores malignos[3]. Que el Ministerio de Salud de ese país advirtió desde 2012 que en poblaciones expuestas a agroquímicos hay 30% más casos de cáncer. Son catedráticos, líderes de opinión, hasta gobiernan. Demócratas liberales y librepensadores panzudos, limeños, santacrucinos o bonaerenses, que recurren al hambre mundial[4] y eructan un abecé de beneficios de la ciencia genética para la humanidad por todo argumento.

No da para más la inteligencia criolla colonizada, la de la gran prensa de la región concentrada y sus referentes; la de su dirigencia financiera y política. Son productos descartables de un orden mundial de factura neoliberal. Piezas del ecocida esquema de transgénicos y agrotóxicos impuesto, en masa y en inglés[5], a Suramérica sin aguardar evidencias de campo[6]. Un modelo potencialmente enriquecedor en nuevos virus y probablemente efectivo en profundizar la desigualdad. Una comunidad científica independiente, autónoma y del lado de los pueblos, aliada a la sociedad civil y canales de información libre, tiene el deber de contribuir a la reparación de la Tierra, las mujeres campesinas que alimentan al planeta, los despojos, las contaminaciones. De garantizar la seguridad y soberanía alimentaria. Los empresarios financistas de la Ciencia y funcionarios públicos, mientras no cambie de raíz la configuración de los Estados capitalistas modernos –o su existencia-, no lo harán. No nos quedará otro cuarto de siglo.

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